Es común vernos atrapados en la necesidad de querer cambiar al mundo y creer tener las soluciones de cómo debería funcionar nuestro alrededor. Creemos que sabemos cómo deberían ser las personas y moldearlas según nuestos criterios.

De cierta forma queremos influir en los demás y adaptarlos a como somos nosotros y a que vean según nuestra perspectiva. Pensamos que si la otra persona mejora en “eso que queremos”, quizás todo sería mejor, pero a la vez, otra persona podría pensar eso mismo de nosotros.

Entonces, nos  sumergimos en la ilusión de que la transformación debe ocurrir en otros. Y dejamos a un lado la naturaleza de cada individuo como un universo único (compuesto de una mezcla de experiencias, sueños y aprendizajes). Nos quedamos con unas cuantas sensaciones e imágenes y nos hacemos la idea de que conocemos la totalidad de ese vasto universo.

¿Qué nos motiva a querer moldear a otros? En medio de las complejidades del ser humano aparece un personaje interesante, muy seductor, que nos habla constantemente y nos dice como debería ser todo. Una voz que no siempre es buena consejera y que considera que son los demás: quienes deben hacer los cambios, los que nos hacen daño y los responsables de las consecuencias de nuestras acciones.

Al intentar cambiar a los demás, proyectamos nuestras expectativas y deseos sobre sus vidas, imponiendo nuestra visión limitada de la realidad. La verdad es que no es fácil cambiar a otros. Dado que las expectativas son más altas de lo que puede llegar a pasar, viene una profunda frustración, insatisfacción e impotencia acompañada de dolor, por los supuestos de “lo que debería estar pasando”, “¿porqué a mí?”, “!no soy lo suficiente¡” “¿Qué he hecho para merecer esto?”…

Reconocer que el deseo de moldear a los demás es un reflejo de nuestras propias luchas internas, de nuestras inseguridades y miedos, nos invita a aceptar la vida como es y la diversidad inmersa en ella.

En vez de creer que seremos felices y que la armonía llegará a la vida con la modificación del entorno, es necesario aceptar la impermanencia. En vez de aferrarnos a una lucha constante por cambiar a otros, una batalla de la que podemos no salir bien librados, es posible dirigir nuestra atención a aquello que sí puede cambiar: nuestro interior. Podemos explorar las raíces de nuestros deseos de poder, control, y perfeccionismo.

Los posibles cambios inician en nuestro interior. Con una mente y corazón dispuestos a tener coherencia entre lo que se piensa, se dice y se hace. Esto puede minimizar el poder que le hemos dado al ego y que no siempre ha sido útil.

Otro elemento clave es reconocer la impermanencia: nada es para siempre. Así como llegan las cosas, también se van. Y en ese acto de aceptación de la vida como es, con amor y compasión, los cambios no se dan tratando de cambiar a otros sino del reconocimiento de nuestra propia esencia.

 

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